En nuestro mundo de inmediatez y de ubicuidad no deja de aumentar nuestra ignorancia conforme van multiplicándose y acelerándose los procesos de producción de datos, informaciones y conocimientos. La incertidumbre y la complejidad parecen haber nublado el horizonte de tal suerte que ya no existen racionalidades indiscutibles y transmisibles, capaces de abarcarlo todo, de reducir la diversidad natural y social al ámbito seguro e inteligible del laboratorio, de predecir siquiera a mediano plazo la evolución de los fenómenos y los contextos que atañen apenas a nuestra propia generación. En estas condiciones cabe preguntarse si la labor educativa, para enfrentar los nuevos tiempos, necesita operar de una vez esos cambios radicales que vienen reclamando muchos autores o si debe seguir readaptando, sin más, sus objetivos, en función de las circunstancias. Si el mundo de hoy ha cambiado, también ha aumentado el peso de las responsabilidades que quisiéramos legarles a las nuevas generaciones. ¿Qué es un ingeniero hoy día? ¿Un mero diseñador o aplicador de tecnologías avanzadas o un mago al que le confiaremos en adelante la misión de innovar, es decir de concebir un mundo nuevo? Todo en la evolución reciente de nuestra sociedad parece exigir la necesidad de estudiar y problematizar los avances científicos y tecnológicos desde una perspectiva humanística: la fragmentación y las mediaciones del conocimiento, la complejidad y las incertidumbres crecientes, la globalización de los intercambios, la modernización de las empresas y la reorganización del mundo laboral, los impactos de la ciencia y de las técnicas sobre la vida y el medioambiente.