El fenómeno de la sobreeducación, que apareció por primera vez en los años sesenta en Estados Unidos, se ha extendido de manera espectacular en la mayoría de los países. En España, se estima que un tercio de los jóvenes titulados de la enseñanza secundaria tiene más formación de la que requiere el trabajo que está ejerciendo; además, se considera que la mitad del colectivo de los titulados de la enseñanza superior está sobreeducado. Desafortunadamente, la sobreeducación no es un privilegio de las sociedades desarrolladas, puesto que existe también en muchos de los países pobres. Así, en Ruanda, país que figura entre los de menor renta per cápita del mundo, el 16 por ciento de los asalariados está sobreeducado y se estima que este porcentaje alcanza el 60 por ciento en los titulados de la enseñanza superior. Si bien es cierto que en estos países no se puede contemplar la producción de educación desde el único ángulo de sus rendimientos en el mercado de trabajo, ya que la inversión en capital humano tiene efectos de un indudable valor en la esfera no mercantil (por ejemplo, en materia de fertilidad, de nutrición, de producción de valores democráticos...) tan necesarios para ellos, la perspectiva parece distinta en los países desarrollados. En primer lugar, la sobreducación supone un coste para el conjunto de la sociedad, ya que ésta financia la mayor parte de los servicios educativos y les dedica unos medios que podría aprovechar mejor en otras actividades sociales. En segundo lugar, el creciente desajuste entre educación y empleo genera frustración en los individuos, puesto que éstos no ven sus aspiraciones iniciales satisfechas. Todo ello, sin mencionar el efecto negativo que el grado de sobreeducación tiene sobre sus rentas. Corregir estos efectos es el papel de la política educativa. En unos momentos en que el crecimiento económico no es lo suficientemente importante como para asegurar la rentabilidad de los estudios superiores, se tendría que plantear seriamente la oportunidad de regular mejor los flujos de entrada en la enseñanza superior. ¿Para qué sirve incrementar las reservas de diplomados, cuando una gran parte de los nuevos titulados no encuentra un empleo que se corresponda con su nivel de formación? En realidad, es toda la organización del sistema educativo la que tendría que ser intervenida. Restringir el acceso a la enseñanza superior supondría dar al mismo tiempo mayor oportunidad de estudios a los jóvenes en otros niveles. En efecto, muchos de los problemas de la enseñanza superior española tienen su origen en un diseño erróneo de la enseñanza secundaria, que, por su falta de diversidad, incita a los individuos a seguir estudiando más allá de ella.